Regreso a las 6:30
(Ella)
Pequeñas
gotitas golpeaban el pequeño parabrisas de la vieja vespa blanca. Su vestido
turquesa se había tornado azul marino y el casco no dejaba posibilidad para un
peinado.
Y a él no le
importaba.
La estación
de Francia se desdibujaba en tonos acuarelados grises y negros. Su entrada no
le hacía justicia, como en Atocha, allí a donde se dirigía. Allí donde se
encontraba su tranquilidad, su felicidad. Su corazón.
Aparcada la
moto y entrado en esos mágicos andenes, su despedida en forma de mirada iluminó
las vidrieras durante unos segundos.
Destino: Tus
abrazos.
Regreso a las 6:30 (Él)
Se
preguntaba si allí, en Barcelona, el suave viento que corría entre los árboles,
se había transformado, provocando revueltas en los armarios, buscando sudaderas
y rebecas. Si ella habría sido tan despistada como él y hubiera salido con lo
puesto.
Si también
le daba igual.
Mi forma de
ser, callada y seria, desaparecía con su presencia. Sus ojos, su mirada. Sus manos y sus
palabras, me transformaban.
A las 6:30
regresaba a esta estación helada, para romper el frío que llena mis pulmones.
Saldría de un vagón tecnicolor llenándome de sensaciones que
desconocía.
Regreso a las 6:30
(omnisciente)
En su
estación de Francia, las nubes habían terminado un suave llanto y pequeños
rayitos atravesaban las vidrieras.
En cambio,
en el mágico jardín cubierto de la estación de Atocha, el viento mecía con
ganas las palmeras y los árboles del viajero.
Ninguno de
los dos sentía el frío o la lluvia. Ninguno tenía más pensamientos y
sensaciones que para el otro.
Ambos
imaginaban esos atardeceres dándose amor en la cama. Ambos esperaban el
encuentro de un sueño real. Un nexo especial.
Colores en
un damero falto de vida.